NOTA: Este caso contiene hipervínculos o accesos directos a documentos complementarios que deben ser igualmente leídos. Están señalados con un cambio en el color de la letra, según la simbología habitual.
“ANCIKA” (pronunciado “Ányika”)
Autor: Olegario Hernández Allel (Con contribuciones de Marcelo Fagalde y Patricia Canelo)
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…Antes de tocar el timbre respiro hondo y cierro los ojos. Estiro varias veces los dedos de mi mano derecha como si necesitara sacudir el frío de ella o como si requiriese un calentamiento previo antes de pulsar el botón, como si mi mano necesitara confianza. Estoy muy mojado y no dispongo de paraguas. Pienso que la lluvia no ha sido dramática, pero sí constante, como un paisaje de fondo silencioso al que es necesario saber acostumbrarse. Son las cinco de la tarde, y ya está oscuro como si fuera medianoche.
Me ha costado llegar hasta acá. He tenido que llevar a cabo una auténtica investigación para dar con su nombre actual. Finalmente lo he logrado. Ahora estoy por fin ante la puerta del edificio en que habita la familia Zimmermann. Busco a Frau Zimmermann. En el cuarto piso espero encontrar a Anna Zimmermann. Hoy me enterado que lleva ese nombre. Veinte años antes yo la conocí con otro.
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Veinte años antes ella y yo teníamos trece, y su nombre era Anna Paloc, pero le decíamos Ancika, diminutivo de Anna en yugoeslavo. Asistía a la escuela pública de Ditzingen, el pueblo en que vivía junto a mi familia. Mi padre trabajaba hacía muchos años para una empresa alemana con sucursal en Chile y había sido trasladado a la casa matriz, ubicada a 30 kilómetros de nuestro pueblo. Mi madre se ocupaba de la casa y pasaba su tiempo aprendiendo alemán con clases particulares que le impartía una vecina. Todos los días caminábamos, mi hermano menor Francisco y yo, desde nuestro departamento ubicado en una de las altas y alejadas calles del cerro Seil hasta la escuela. El tramo era caluroso, pero agradable en verano, aunque difícil en invierno. Los 25 minutos que tomaba el trayecto en verano se transformaban en 40 en invierno, debido al especial cuidado que había que tener al descender cuando nevaba. A lo largo del camino se podían observar los bosques que rodeaban el pueblo y que se extendían en todas direcciones, adornando los cerros y las lomas de toda la región.
Durante esas mañanas, antes de llegar a la escuela, me sentía libre. La rutina me hacía feliz. A veces, cuando uno se siente parte de algo, los sentidos se amplifican hasta permitir que la memoria guarde hasta los detalles más insignificantes. La responsabilidad de acompañar a mi hermano menor aumentaba aún más esa sensación, que hoy la entiendo como un sentimiento de autonomía y de dominio. Mis padres me lo habían hecho notar con claridad: “cuida a Francisco, que eres el mayor, y van los dos solos”.
Así bajábamos diariamente las largas escaleras que se descolgaban del cerro hasta un pequeño valle que se extendía desde la base, rodeado de arbustos y árboles, y que albergaba un Hotel, un supermercado y varias calles solitarias. Caminábamos por la calle más ancha, que unía el Seil con el cerro Kappelle, que se levantaba al frente, empinado, y que estaba poblado por decenas de casas de dos y tres pisos, con sus vigas al aire y sus simetrías perdidas hace muchos años. Desde nuestra orilla las casas dibujaban con carácter el paisaje.
A veces, a lo largo del trayecto, coincidíamos con otros alumnos que se dirigían a la escuela. Con sus mochilas cuadradas al hombro y sus rubios rizos cubiertos por capuchas o gorras térmicas, los alumnos alemanes se veían todos iguales. En invierno sus guantes sobresalían de las mangas de sus chaquetas con variados colores y todas las bufandas tenían el mismo nudo. Las botas engullían los pantalones arrugados. Todos caminaban boca abajo, ensimismados y con trancos largos. Hablaban entre sí sin mirarse. Salvo algún aislado gesto, no recuerdo que alguno intercambiara palabras con nosotros durante esos paseos matinales.
Al final del valle nos encontrábamos ante la escalera del cerro Kappelle. Esta vez había que subirla. Nos parecía una tarea imposible, pues era más alta que la anterior. Francisco me preguntaba si no conocía yo otra alternativa de camino. Yo le contestaba que si la escuela estaba en la parte más alta del cerro, lo mismo daba irse por un camino que por otro, pues igual había que subirlo hasta el final. Con ese argumento nos poníamos a subir los peldaños. El vapor salía ahora con mayor energía de nuestras bocas abiertas cuando pegábamos un último y decisivo salto al asomarnos a la calle al final de la escalera.
Cuando recién ingresé en mi curso, y durante todos los meses de sordera y mudez idiomática, sufrí, como todos los nuevos, ataques de violencia. Recuerdo que me hacían llorar por las noches. Rogaba a mis padres que me permitieran permanecer en casa al día siguiente o les imploraba que volviéramos a Chile. Les contaba que me golpeaban, que todos los días alguien se burlaba de Francisco. “¿Y por qué lo hacen?”, preguntaba mi padre, “Porque somos negros” contestaba yo llorando. Mi padre me escuchaba, tomando la mano de mi madre, y luego repetía una frase que nunca olvidé: “El color no tiene nada que ver acá. Cuando aprendas a hablar como ellos se olvidarán que eres distinto y dejarán de molestarte”. “Yo no quiero ser distinto de ellos”, le dije. Recuerdo que miró a mi madre mientras me revolvía el pelo con su mano.
Con el tiempo, cuando aprendí su idioma, comencé a encontrarle la razón a mi padre. Logré deslizarme silenciosa y progresivamente en la idea de que yo era alemán. Fantaseaba que había nacido allí. Solía justificar mi procedencia con frases alusivas a Chile como si se tratara de una ciudad alemana, aislada entre montañas y lagos y bosques en el sur del país, desconocida para los demás, y que nadie llegaría a conocer, por su difícil acceso. Y así me sentía mucho mejor.
El octavo C de la escuela pública de Ditzingen era sorprendentemente heterogéneo, su inventario rezaba así: Trece alemanes, una norteamericana, dos turcos, dos italianos, un portugués, un griego, un chileno y dos yugoeslavas. Las edades fluctuaban probablemente entre los 12 y los 15 años. Los timbres de voz de al menos la mitad de los hombres estaban en vías de cambiar, o ya lo habían hecho del todo. Tenía compañeros que medían a lo menos un metro ochenta centímetros y otros que no pasaban del metro con cuarenta. Las mujeres exhibían diferencias aún más notorias entre sí. Los pechos de algunas compañeras habían desarrollado un tamaño inefable, otras los tenían aún tan lisos que sus cuerpos parecían los de unos chicos. Vivíamos una edad cruel, salvaje, definitoria. Hoy casi no guardo recuerdos o imágenes asociadas a mis demás compañeros. Hoy sólo guardo memoria de ella. De Ancika Paloc, como se llamaba entonces una de las chicas que habían inmigrado desde Yugoslavia.
Ancika se sentaba siempre en primera fila. Solía mirar a través de la ventana, suspendiendo sus ojos minutos eternos, con su cabeza girada, como buscando afuera algo invisible para los demás. Usaba, como todas las chicas de religión musulmana, un pañuelo que cubría su cabeza de cabello oscuro. Era muy delgada, parecía débil y tenía una piel pálida, con muchos granos en la cara y, según lo que decían los demás, aunque no logro recordar si es efectivo, despedía un fuerte olor a comidas raras.
Burlarse de Ancika era un pasatiempo grupal. Nos reíamos de ella, la seguíamos de cerca, imitando sus pasos, hablándole obscenidades al oído o gritándole escaleras abajo hasta el patio o la salida, la rodeábamos corriendo en círculos a su alrededor, impidiéndole escapar. La evitación sistemática del contacto físico con ella era el fin último de un juego que jugábamos con puntaje. Si alguien la tocaba perdía puntos. Peor: si alguien la tocaba se enfermaba. Peor aún: si alguien le tocaba el pañuelo, se transformaba en una yugoeslava, como ella.
Ella nunca protestaba, jamás lloraba. Y no recuerdo que alguien la ayudara o socorriera. Ni siquiera la otra chica yugoeslava, cuyo nombre he olvidado. No recuerdo haber oído reprimendas de los profesores por tratarla así. Molestar a Ancika era un juego permanente que jugábamos todos, dentro y fuera de las clases, y se había convertido en elemento de un paisaje ante el cual nos hemos vuelto insensibles, como la incesante lluvia adormece a los animales del campo.
En una oportunidad, el profesor de biología preguntó a la clase cuál era el nombre de un roedor que exhibía conductas de hibernación. Lo hizo mientras apuntaba a una foto del animal, expuesta en el pizarrón. “¡Se llama Ancika!”, gritó Armin, uno de los compañeros alemanes más grandes del curso. La clase entera rió a carcajadas. Yo también. Miré al profesor y noté que también él reía con ganas. Ancika miraba por la ventana, como si en realidad sólo su cuerpo estuviese con nosotros, pero su mente muy lejos de ahí.
Había otros casos de maltrato. Mario, el portugués, tuvo que presenciar en una ocasión cómo un bolso nuevo, recién estrenado un día lunes por la mañana, era objeto de una sesión de torturas que concluyeron con su total destrucción en manos de al menos tres compañeros que lo cercenaron con una tijera. A Salvatore lo ataron a una bicicleta, sin pantalones y de espaldas, en el suelo del patio un día de invierno. Yo fui testigo de la desesperación del director cuando lo desató y trasladó a la enfermería, pero no recuerdo haber sentido compasión. Me entretuve mirando. Una vez encerraron a un chico en el baño. Cuando salió se encontró con una lluvia de orina y de risas proveniente de una fila de compañeros que bloqueaban la salida. A pesar de todos estos casos, con Ancika era distinto. Como si con ella deseáramos traspasar un límite.
Sin darme cuenta me había convertido en quien lideraba al curso en los juegos contra Ancika. Tomaba la iniciativa y llamaba a los demás para arrastrarla al baño y mojarla ahí en días fríos o le robaba sus cuadernos o la esperaba en la puerta para provocar un encuentro de miradas, deseoso de saborear la superioridad, aunque su mirada tuviese un filo inesperadamente desconcertante. Otras veces me apretaba teatralmente la nariz cuando ella entraba en la sala, procurando que los demás me imitaran. Así unos la asustaban, otros le escupían. Yo le gritaba “yugoslava de mierda, vuelve a tu país”. Como única respuesta, ella devolvía esa mirada fija, clavada en mis ojos. Algo se movía dentro de mí cada vez que ella me miraba de esa forma.
Un día todo cambió. Debo ser preciso. Un día todo cambió para mí, no para ella. Por razones que ignoro o no recuerdo, esa mañana de invierno caminé solo a la escuela, quizás estaba enfermo mi hermano. Lo hice probablemente más temprano que de costumbre. Llovía a cántaros y la nieve y el hielo comenzaban a derretirse. A pesar de todo hacía mucho frío. Bajé la escalera del cerro Seil con las manos en los bolsillos. En medio del inclinado trayecto resbalé y caí varios escalones sin poder controlar el impacto. Me golpeé la cabeza y quedé tendido en la base de la escalera, con mi mochila abierta y todo su contenido desparramado a mi alrededor. Pensé en mi mamá. No podía moverme y estaba completamente empapado. Me arrastré hacia el costado, con mucha dificultad e intenté ponerme de pie, pero no pude. Me puse a llorar de dolor y miedo, aunque no sabía bien miedo a qué. Me percaté que alguien bajaba la escalera. Era un chico de la escuela que se detuvo unos segundos ante mis cosas dispersas. Con una bota exploró un cuaderno, pero luego siguió su camino sin desviar otra vez la mirada. La lluvia puede provocar que perdamos el sentido del paso del tiempo. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que otros pasos me sacaron del estupor. Era Ancika. Recogió un cuaderno y miró a su alrededor hasta que me vio. Se acercó y se inclinó ante mí. Lo primero que hizo fue recoger todas mis cosas. Tomó rápidamente cada uno los cuadernos, el estuche, la fruta y el sándwich que mi madre me preparaba como almuerzo. Tomó todo cuidadosamente, con un esmero innecesario, según pensé, y lo secó con su chaqueta, y lo guardó en mi mochila. Luego la cerró y la puso muy cerca de mí. Yo la miraba sin decir palabra, asustado. Entonces ella me preguntó si podía caminar o si prefería quedarme sentado hasta que ella trajera más ayuda. Recuerdo haber pensado que no conocía su voz, que hasta ese minuto jamás me había detenido a pensar cómo era su voz. Y cómo era su alemán. Su alemán perfecto. Le contesté que prefería caminar, pero al intentar ponerme de pie nuevamente, volví a caer. Ella soltó un grito. Entonces me tomó de las axilas y, con toda la fuerza que tenía, me arrastró detrás de un arbusto que bordeaba el pie de la escalera y me dijo “escóndete aquí, espera hasta que vuelva, que no te vean. Si te ven así se burlarán de ti”. Traté de decirle algo, pero ella me detuvo, se puso el dedo índice entre los labios y luego se levantó y se puso a correr. Recuerdo a Ancika corriendo escaleras arriba, aún veo su pañuelo azul cubriéndola de la lluvia, mojado, traspasado de agua. Esos pasos pisando la lluvia y sus palabras resonaron en mi cabeza durante la media hora que tardó en volver, acompañada de mi madre. Sus palabras me siguieron dando vuelta por todo ese año y por muchos años más. Por veinte años.
***
Veinte años han transcurrido y todavía no me olvido de esa mañana. ¿Se habrá olvidado ella?
Ahora estoy en el alero del edificio. Tiemblo. La espera es impensadamente difícil. Sigue lloviendo. Suena el parlante:
– ¿Sí?, dice una voz de hombre.
– Buenas noches, digo, mi nombre es Maldonado. Disculpe la hora y el hecho de no haberme anunciado.
Espero un segundo. No me interrumpe y prosigo.
– … Soy un antiguo compañero de curso de Ancika, perdón, de Anna, soy chileno. Asistí con Anna al mismo curso en el colegio veinte años atrás. No vivo en Alemania y sólo estoy de paso. Regreso esta noche. Es por eso que he aprovechado el viaje para hacerle una visita. “Fuimos amigos”, me escucho decir, con una piedra en la garganta, ¿Podría saludarla?
No me atrevo a ser más directo. Él no contesta inmediatamente, pero escucho una conversación amortiguada por la mano en el auricular.
– Suba, señor Maldonado, dice mientras se abre de golpe la puerta.
Una vez arriba, apenas piso el departamento, veo a Ancika. Es hoy una mujer extraordinariamente atractiva. Viste elegantemente, con un uniforme de trabajo, probablemente, o quizá se trate de alguna moda que yo desconozca por completo. El hecho es me parece muy distinta, como adelantada. Su pelo parece muy suave, más claro de lo que recordaba, y tiene la piel muy blanca. Por el contrario, los ojos son oscuros. De hecho, su color es negro y, a pesar de ello, están llenos de luz. Cómicamente, no se da el estereotipo de una bella mujer emparejada con un bello hombre. El señor Zimmermann es muy poco agraciado. Tiene un aspecto tosco. Sus dientes están muy deteriorados, escondidos detrás de un tupido bigote de campo. Tiene manchas en la ropa y lleva el cabello desordenado y grasiento. Se ve divertido y es muy amable conmigo. Tiene la cortesía rural que uno encuentra en cualquier parte del mundo. Me invita a tomar asiento. Va a la cocina y vuelve con té. Me sirve una taza. Estamos hablando él y yo. Ancika mira desde una distancia exploratoria, con graciosa timidez, pero no habla. Nos ocupa el clima. Hablamos de la lluvia. Me río cuando lo oigo decir que para él la lluvia es como un enemigo con el que hay que aprender a convivir. Le explico mis risas diciendo que algo muy parecido a eso pensaba yo cuando esperaba debajo de su edificio. Me dice que está muy contento de conocer a uno de los amigos de infancia de su esposa, y me dice que no había conocido hasta ahora a ningún chileno en su vida. La mira con cariño y le comenta que le extraña un poco que ella nunca le hubiese hablado de mi. Ella no le responde y aprovecha el silencio para ofrecerme galletas. Él comenta las cosas que sabe de Chile y me hace preguntas sobre mi trabajo. Es muy alegre y da gusto estar en su compañía. Entiendo muy bien a Ancika. Agradezco el monólogo de su esposo, pues me da tiempo para mirarla y para pensar. La observo con una fría detención. Está tranquila, su silencio no es forzado y, en contra de mis temores, parece cómoda con mi visita, dándose espacio y tiempo para experimentar la escena de mi visita, con una atención vuelta hacia dentro, pero con la justificación de seguirle el curso a las palabras de su esposo. Las celebra con risas, con alegres movimientos en su sillón. Me mira alternadamente para escuchar también mis respuestas con atención. Me acerca una servilleta. Reconozco a la misma chica que conocí cuando yo miraba con otros ojos: delgada, introvertida, un poco ausente. Pero parece más fuerte ahora, segura y confiada. Les doy más detalles de mi vida, de mis estudios, y en particular de mi visita, la primera después de regresar a Chile tras terminar la escuela secundaria. Ellos escuchan interesados mis crónicas sobre las conferencias a las que he asistido, los estudios en los que he trabajado y sobre los que he escrito, pero constato, con creciente presión, que la conversación parece trivial y está llegando a su fin así. Es el momento de dar otras explicaciones, pienso, es el momento de tomar la hoja del libro y darla vuelta.
Con inmerecida confianza en mí mismo me interrumpo y declaro sin aspavientos:
– Ancika, digo no sin percatarme antes que es la primera vez que menciono ante ella su antiguo sobrenombre. Estoy acá porque quiero decirte algo desde hace mucho tiempo, muchos años.
La miro a ella y a su esposo, alternadamente, dándoles a entender que preferiría hablar a solas con ella. Ancika entiende mi gesto. Entonces se atreve y habla por primera vez desde que estamos los tres en el departamento, y dice ante él que Johann puede escuchar. Johann Zimmermann la mira con perplejidad. Su expresión es la de quien acaba de descubrir un mundo nuevo, como quien detecta que le han hecho trampa en un juego. Ella bebe insistentemente su té. La taza y el platillo chocan entre sí, y ese ruído y el de nuestras respiraciones se convierten en un paisaje sonoro penetrante que todos queremos interrumpir.
– He venido a darte las gracias por lo que hiciste aquella mañana, digo, mirándome los zapatos, sin poder sostener su mirada en ese momento.
Ella también agacha su cabeza y el cabello le cae sobre la cara, ya no hay pañuelo que lo sujete, por lo que no alcanzo a reconocer su expresión.
Johann pregunta a ambos de qué estoy hablando. Lo dice sin ánimo de interrumpir la conversación, pero confiado en que cualquiera de nosotros le ayudará a orientarse. Al no obtenerla retrocede, vuelve a callar, y retorna a su lugar de incómodo pero respetuoso espectador.
– Señor Zimmermann, digo, muchos años atrás, cuando estábamos en la escuela de Ditzingen, su esposa me ayudó en un accidente. Nunca tuve la oportunidad de agradecérselo, pero no he olvidado lo que ocurrió.
Entonces doy otro paso.
– Pero eso no es lo que he venido a decir. En realidad, he venido a pedirte perdón.
Entonces ella levanta súbitamente la mirada y se pone muy seria, busca mis ojos y me clava los suyos con un filo ancestral. Me enfrento otra vez a esa mirada, que ambos recordamos bien, que ambos palpamos, con certeza, regularmente en nuestra imaginación.
– ¿De qué quiere disculparse?, me pregunta Johann, aunque mirándola a ella, como rogándole, dándole un suave apretón al antebrazo de su esposa, como si necesitara tocarla para confirmar que se trata de la misma persona.
Ella se agacha otra vez, deja la taza en la mesa. Luego levanta la cabeza y dirige con calma su mirada hacia la ventana, y deja que se vaya, que se aleje de allí, a través del vidrio, hacia el horizonte oscuro de la noche lluviosa. Veo que tiembla más y que, por primera vez desde que la conozco, se le humedecen los ojos. Se pone de pie con esfuerzo, afirmándose en las rodillas, exhibiendo la dificultad de alcanzar su estatura, como si el peso de su cuerpo hubiese aumentado en toneladas. Da la espalda a su esposo. Sólo yo logro ver la lágrima que cae por su mejilla. Ancika no deja que Johann la vea así. Noto de pronto la enorme diferencia que hay entre dar las gracias y pedir perdón. Reflexiono atormentado. Quizás hubiese sido mejor publicar frente a él sólo la historia del accidente de la escalera. Haber ido más atrás, más allá, es como haber hundido otro filo en su herida. El tiempo parece haberla alcanzado.
Pienso unos segundos sobre lo ocurrido y luego pido a Johann la excusa de otra taza de té. Cuando su esposo se levanta a la cocina, Ancika me mira otra vez, sin secarse la lágrima. Asiento en silencio, poniendo el dedo índice entre mis labios. Ella vuelve a agachar la cabeza y la mirada se tumba. La sombra de su pelo en la cara me impide asegurar que lo que he visto es un segundo, un destello, de sonrisa.
Cuando Johann regresa ya me he levantado y he salido del edificio, y estoy caminando o corriendo, afuera, sin poder evitar que la lluvia, esa lluvia, me siga mojando, me siga regando las ropas, que siga penetrando en mi cuerpo, mezclada con sal. Quiero que la lluvia me deje pasar, que me aleje definitivamente de ahí. No será más paisaje de fondo y se transformará de una vez por todas en lo que verdaderamente es y fue, una tormenta que cae y cae, y me rodea, con toneladas de agua oscura y cerrada y fría. Ancika ha vuelto a aparecer, y ha sacado al niño arrinconado.
FIN
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