Ha sido el reality más extremo que los chilenos hayamos podido ver y seguir por televisión. Una historia de dolor, de esperanza, de abusos, de incredulidad, de heroísmo. La pena y la felicidad como pocas veces, han ido por una misma ruta. Y en todo esto, la televisión tiene mucho de responsabilidad. Quizás su mayor mérito es que logró que el país haya sentido ésta historia como propia. La vida o sobrevivencia de estos 33 mineros atrapados, a fuerza de transmisiones, de notas, de reportajes, se transformó en un asunto de todos. Detrás de esta odisea, la pantalla nos ha permitido seguir a cada segundo lo que ocurre en la minera San José. La televisión se hizo parte de esta historia como testigo, transformando a 16 millones de chilenos en seguidores de una serie donde todavía no vemos el final.
Ayer, en una imagen inédita y sorprendente pudimos seguir con detalle la vida que estos mineros de cara sucia y voluntad enorme, llevan día a día allá abajo. Cómo se han organizado, cómo se han apoyado, cuánto han bajado de peso, cómo, pese, a lo desesperado de su situación, no pierden el humor y mucho menos las esperanzas de salir pronto de ahí.
La televisión encontró aquí lo que es su esencia: historia y emoción. Y no deja de ser curioso que los mineros hayan demostrado conocer intuitivamente la técnica y el relato de la pantalla. Cámara en mano, cuál documentalista, uno de ellos nos paseó por dentro de un túnel donde todos nos sentimos encerrados. Ya antes pudimos ver varias cámaras pequeñas o teléfonos de los mismos rescatistas registrando el momento del primer contacto. Al final de cuentas, aquí hay cientos comprometidos no sólo con la suerte de los mineros, sino también con que todo un país sea parte de una noticia que ha hecho y seguirá haciendo historia. He ahí lo curioso. Porque, pese a la fuerza que han tomado las redes sociales, que ya nos hablan de 500 millones de cuentas creadas en Facebook y más de 100 millones de tuiteros en el mundo, al menos por ahora la credibilidad de lo que vemos en pantalla, no sólo no parece amenazada, sino que se revela más vigente que nunca.
La noticia sin embargo, ha ido dejando de lado el espíritu crítico y el análisis profundo. El ¿Qué pasó? ha ido apartando el ¿Por qué pasó? y también, ¿A cuántos más les pasa? La solicitud y el clamor popular de cerrar todas las minas peligrosas (que parece a todas luces lógico y evidente), ha dejado de lado la pregunta de ¿Cuántos quedarán sin trabajo? y ¿Qué harán todos ellos para poder vivir? Una vez más, el relato televisivo debe simplificar historias complejas, los sucesos cuya causa y naturaleza es profunda deben remitirse y reducirse a uno o dos paradigmas simples para adaptarlos a la pantalla chica. No es una falla de la televisión: es su naturaleza. No es un problema de buenos o malos contadores de historia: es una realidad a la que esté medio está forzado a adscribir. Así aquí lo bueno de la televisión es también lo malo.
Aún queda mucho para contar en este rescate. Y es claro que aunque alguien trate de recrear lo que ahí ocurrió en una película (que de seguro más de alguien ya lo está pensando) nunca llegará al dramatismo de esta realidad que aún simplificada y sobreexpuesta es terrible y coloca la televisión nuevamente en el gran medio que nos contacta con la realidad. No con toda la realidad, pero al menos con aquella que la pantalla permite.
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Agosto 30 de 2010.